La Sierra del Agua.Montañas de alumbramientos y reventones

Por Antonio Castillo
«Eran sierras preñadas de aguas que alumbraban cientos de arroyos: era La Sierra del
Agua» (foto procedencia Antonio González)
CASTILLO, A. (2012)
"La Sierra del Agua. Montañas de alumbramientos y reventones"
En: “La Sierra del Agua: 80 viejas historias de Cazorla y Segura”. ISBN: 978-84-338-5415-5. Editorial Universidad
de Granada. 27-30

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Hasta últimos del siglo XIX se vivió en la Sierra una época más fría y
húmeda que la actual, fue la «Pequeña edad del hielo». En la primavera
manaban de las rocas impresionantes chorros de agua a presión, que se
precipitaban por laderas y cortados. Despeñaderos y cascadas (chorreae-
ros, en el argot local) estruendosas que se oían a kilómetros a la redonda.
El espectáculo de los «reventones» no era nuevo para aquellos hombres,
«los Hornilleros» de González-Ripoll, que sin embargo siempre queda-
ban extasiados ante las cataratas que caían desde las alturas.
—Fué en el 12 (1912). Yo tenía entonces unos 10 años. Aquél
invierno habían caído unas nieves muy grandes, y vinieron de golpe
temporales de agua con templanza. La nieve se iba por momentos y
el río venía hecho un mulo, con un rugido grande y sordo que se oía
desde lejos. Recuerdo que al amanecer, cuando salía con mi padre
a la puerta del cortijo, a echarme agua de la zafa para despabilarme
frente al espejico de la pared, se sentía un estruendo bronco que su-
bía de los trancos del río. Desde ellos se elevaban jirones de nieblas
de las aguas despeñadas.
Mi casa, junto a otras próximas, se alzaba al resguardo de un
espolón calizo, que la protegía de vientos y heladas. Pese a estar algo
retirada del voladero, algunos peñascos gordos salpicaban los alrede-
dores, señal de que en algún momento, siglos atrás, debieron venir
rodados desde la pared. Y si uno se fijaba, se adivinaban en ella las
mellas y manchas de diferente color de esos viejos desprendimientos.
El agua sudaba, brotaba y escurría por todos los poros de la pie-
dra, también por tajos y lanchares, donde habitualmente era tragada
por oquedades y rajas. Hasta los barranquillos más insignificantes
llevaban agua y los cauces principales no se podían pasar, ya que los
puentes que teníamos hechos con troncos habían sido arrastrados.
Disimuladamente, mi padre andaba preocupado e inquieto. Pen-
saba que tal como venía el año podría venirse abajo una pequeña
muela que se alzaba sobre el cortijo. Y no teniendo otro sitio donde
cobijarnos, había dispuesto, como única solución, trasladar la fami-

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lia a una choza-cueva aledaña de un antiguo pastor, más protegida y
algo más desenfilada del posible derrumbe.
Pasaron los días y la nieve se fue. Aquello fue por últimos de
febrero. No se me olvidará jamás. Una tarde, ya casi oscuro, venía
de carear las ovejas en la solana cuando me sobrecogió el corazón un
estruendo enorme, que rebotó con eco en todo el valle, como una
explosión muy fuerte. Nunca antes había oído nada semejante. Al
instante pensé, ¡hala, se nos ha caído el tajo encima! Estaba metido
en una pequeña navilla que hacía el terreno, y eché a todo correr a
asomarme a un colladito de balcón, desde el que se dominaban las
casas. Al dar vistas con el corazón en un puño quedé extasiado frente
a un espectáculo sobrecogedor. Del paredón había brotado, como
por arte de magia, una enorme catarata que se precipitaba al vacío
desde centenares de metros de altura, a un kilómetro escaso de las
casas. La muela seguía intacta, y a las puertas de los cortijos distin-
guía figuras humanas, entre ellas las de mi madre y hermanas.
Entré en éxtasis. Eso, y el súbito alivio por tanta tensión acumu-
lada del susto y la carrera, me hicieron caer de rodillas sin poderlo
evitar. Entonces recordé las palabras que me dijera el abuelo antes de
morir: «Verás brotar un gran chorreaero de la pared del tajo. Ese día
acuérdate de mí». No lo puede remediar, allí solo ante aquél espectá-
culo sobrecogedor, me eché a llorar. Todavía subo a aquel puntalillo
los años de aguas, pero ya no he vuelto a ver una cascada tan grande
como aquella de mi infancia.
Esa es la historia que yo quería contarle, pero no ponga usted
nombres en los papeles. Aunque el fenómeno es conocido por los
del lugar, no desearía que se profanase el sitio con ese turismo de
gasolina, mal entendido, que cada vez abunda más en esta sierra.
Desde un punto científico, lo que pasó aquel lejano invierno, y se-
guirá ocurriendo por los siglos de los siglos, es lo que se conoce como
un «reventón», o más técnicamente como la aparición de un manantial
de trop plein, que en francés significa demasiado lleno. Tras abundantes

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e intensas precipitaciones, o deshielos acelerados, los conductos por los
que circula el agua en el interior de la roca caliza se ven incapaces de
evacuar todo el caudal que entra. En poco tiempo, el nivel dentro de la
roca asciende; el aire es desplazado y escapa a presión por fracturas, como
anticipo al agua que viene detrás. Cuando excepcionalmente quedan bol-
sadas de aire atrapadas, la fuerza del agua lo comprime hasta el punto de
provocar violentas salidas de éste al exterior, con estruendos semejantes
a explosiones, perceptibles algunas veces a kilómetros a la redonda. Es la
antesala al alumbramiento del agua por las mismas oquedades. Se dice
entonces que tal fuente o manantial ha reventado.
Las sierras de Cazorla y Segura se disponen en bandas o «escamas»
carbonatadas, con abundantes farallones, cortados y precipicios por don-
de es relativamente frecuente ver caer estas cascadas. Estos fenómenos
son excepcionales y efímeros. Son anticipo a excelentes praderías de ve-
rano y cosechas de cereal.
Con diez años me quedé de mayoral con las ovejas, y mi hermanillo,
que tenía siete, venía conmigo de zagal,
y yo heredé la honda y él el miedo,
porque así es la vida
Juan Luis González-Ripoll, Los Hornilleros, 1976

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